“Escuchas tu respiración, ves cómo se infla y se contrae tu mascarilla, puedes escuchar el latido de tu corazón. Sabes que tú estás viva y ellos en el borde de la muerte”.
Así describe Sarahí González Aguilar, de 30 años de edad, estar en la sala de urgencias del Hospital General de México, en un momento de aparente calma, después del ajetreo de ayudar como enfermera a sedar e intubar a pacientes que están graves, a causa del coronavirus.
Son lapsos de cuatro a seis horas de atención continua, en los que ella y el resto de las enfermeras no paran.
Verifican que los pacientes estén estables y, entonces, al portar un traje especial y un cubrebocas, es cuando escuchan sus propios latidos y el ruido de las máquinas que se encargan de mantener con vida a hombres y mujeres con COVID.
“Da miedo pensar que pueden entrar en shock en ese momento. O que estás ahí sola con el virus y te puedes contagiar. Se piensan muchas cosas”.
Cuando llegan los pacientes, cuenta desde el espacio de descanso donde el personal de enfermería tiene sus lockers para guardar pertenencias, ellos estiran los brazos, como si trataran de “agarrarse de algo”.
Lo primero que ella hace es tomarlos de la mano.
“Los agarro y les digo que ya estamos con ellos, que los vamos a ayudar, que traten de tranquilizarse para que podamos estabilizarlos más rápido”.
Uno de los casos que más le impresionó, por su juventud, fue el de una chica de 18 años que ingresó en estado crítico, Jimena.
“Estaba aterrada. Para los pacientes debe ser tremendo no poder respirar, llegar a esta área y ver a los otros pacientes ya intubados, y encima a nosotras con el traje este, como de astronauta, no pueden ni vernos los ojos. Además, cuando entran no saben si saldrán, si volverán a ver a su familia. Debe ser aterrador”.
A Jimena se le veía el miedo en los ojos.
“No me quito esa mirada de la cabeza. Es una niña, con 18 años es una niña. Si para los adultos de 40 o 45 años debe ser terrible esto, imagínate para alguien de su edad.
A ella también le tomó la mano, y le dijo: “Estoy contigo, te vamos a ayudar”.
“Siguen haciendo falta manos”
Sarahí hizo su servicio social en el Hospital General y logró quedarse para trabajar, desde hace cinco años. Dice que al entrar las rotan en los servicios y después ya las fijan en uno, donde se quedarán de forma definitiva. Eso puede tomar semanas, aunque con ella fue cosa de dos días.
“Entré un domingo, me mandaron al servicio de hematología. El lunes me mandaron a urgencias, y cuando llegué el martes me dijeron que aquí pertenecía ya”.
Su turno aquí en el Hospital General es de 7 de la mañana a 3 de la tarde, de lunes a viernes.
Además ahora trabaja también en el hospital de expansión que el gobierno de la Ciudad habilitó en el Centro City Banamex, para atender a los pacientes afectados por el nuevo coronavirus. Allí entra a las 7 de la noche y sale a las 6 de la mañana, pero solo labora un día sí y dos no.
“Entré allá porque siguen haciendo falta manos para atender a los pacientes”, dice la enfermera.
“Yo ya tuve COVID”
Sarahí es alta y menuda. El cubrebocas y el gorro que porta enmarcan unos ojos dulces, que se asoman detrás de unos lentes. A primera vista parece así: dulce y frágil. Pero basta un rato de hablar con ella para ver que es determinada y fuerte.
“Yo ya fui positiva al virus. Hay compañeros que se espantan cuando les dan el resultado. Yo traté de estar tranquila desde el principio. Me decía a mí misma que todo iba a estar bien. Sí tenía miedo, claro, por mí y por mi hermano y mis abuelos, con quienes vivo, ellos tienen 84 años y factores de riesgo. Pero todo el tiempo traté de estar serena, eso ayuda, ¿sabes?”.
Con el resultado positivo y síntomas leves de la enfermedad, Sarahí se encerró en su habitación. Tomó las medidas de higiene y distanciamiento e hizo que sus abuelos y su hermano se hicieran la prueba. Los tres dieron negativos.
Se repuso y volvió al trabajo, el lunes 29 de junio.
“No tengo secuelas. Me siento solo algo fatigada. Entre los cuatro meses de epidemia y la enfermedad he bajado tres kilos, que para mí son muchos. Lo que sí siento es que ya que no rindo lo mismo, pero aquí hace falta apoyo, no puedo dejar solas a las compañeras”.
El momento de mayor riesgo para un contagio, recuerda, es cuando debe quitarse el equipo de protección.
“Hay que quitarse pieza por pieza, son 18 en total, y en cada una hay que hacer higiene de manos. El proceso tarda unos 20 minutos y es fundamental que nada que haya estado en contacto con el exterior toque tu piel”, dice Sarahí.
Sin embargo, ella está segura de que no fue en ese momento su contagio.
“Quizá fue por el contacto con un compañero del área de administración que dio positivo y falleció, el señor Víctor. Nosotras comíamos con él. Quizá fue ahí o en el transporte público que uso todos los días”.
Para la enfermera ese ha sido el peor momento de toda la pandemia, cuando falleció su compañero. “Lloramos todos, lloramos mucho. Era el secretario del área administrativa de urgencias médicas de enfermería. Teníamos mucho contacto con él”.
De los pacientes, también recuerda el caso de un joven de 24 años. “Él era enfermo renal. Nos costó mucho trabajo a todos los turnos estabilizarlo. Se fue a terapia intensiva. Estuvo dos días y fue defunción. Sí duele. Te quedas con un pedacito de ese paciente en el corazón”.
Cuando todo esto pase, dice, sería bueno que todo el personal que atendió pacientes Covid tome terapia. “El desgaste emocional ha sido mucho. El físico también. Yo ya estoy fatigada. Ya estoy esperando que regresen las compañeras que se fueron de licencia porque sí es muy pesado”.
En el momento de la charla, Sarahí veía con preocupación que, tras una baja de casos, de nuevo había un repunte de pacientes. Su labor seguiría en los próximos meses. La adrenalina, las intubaciones y luego el silencio. Escuchar los latidos y los respiradores mecánicos, en la sala de urgencias del Hospital General.