La enfermera Fabiola no sabe si al terminar la contingencia sanitaria seguirá teniendo empleo, mientras tanto pone su empeño en ayudar física y emocionalmente a los pacientes.

Fabiola Naranjo López tiene 31 años, es enfermera. La contrató el Instituto de Salud para el Bienestar (Insabi) cuando se desató la emergencia de COVID, aunque ha tenido contratos temporales y hasta la fecha teme que en cualquier momento se quede sin empleo. 

La joven terminó la carrera de enfermería hace cuatro años. Hizo su servicio social en el Hospital General y quería quedarse a trabajar ahí, pero no aprobó el examen psicométrico. En octubre del año pasado volvió a intentarlo, ya había aprobado las pruebas teóricas y prácticas y ya solo tenía pendiente el psicométrico, el decisivo. Tenía todo listo para hacerlo, sin embargo, llegó la emergencia sanitaria y el proceso se aplazó.

En esa espera estaba, cuando el 17 de abril le llamaron del hospital para preguntarle si le interesaba trabajar atendiendo pacientes COVID. Dijo que sí.

Cinco días después ya estaba trabajando en el área de terapia intensiva de lo que ahora es la reconvertida Torre COVID del Hospital, antes llamada Torre Quirúrgica. Después de un curso de medio día donde le enseñaron cómo ponerse y quitarse el equipo de protección, cómo aspirar secreciones COVID y cómo llenar las hojas de enfermería, Fabiola empezó su labor.

“Antes de esto estaba trabajando en una clínica pequeña privada. Venir acá fue para mí un reto. La oportunidad de aprender. Además, el sueldo es bueno. En mi otro trabajo me pagaban 3 mil 500 a la quincena. Acá me pagan 10 mil pesos cada 15 días. Con los pagos no he tenido ningún problema, han estado en tiempo y forma, lo que sea de cada quien”.

El trabajo, eso sí, ha sido un reto físico y emocional muy fuerte.

Entre los casos que más recuerda está el de Miguel Ángel, un hombre joven que pasó un mes en terapia intensiva. Tenía diabetes e hipertensión. Estaba estable, pero luego la fiebre le subió hasta 42 grados. No se regulaba su glucosa en sangre.

“Yo le hablaba mucho. Los médicos nos han dicho que, aunque estén muy sedados, los pacientes sí escuchan, así que yo le decía: ‘vas bien, Miguel Ángel, vas bien’. Estaba tranquila porque lo veía estable. Tenía 35 años y pensé que quizá lo lograría. 



El último día no me tocaba a mí atenderlo. Yo estaba en la central de enfermeras. Pero me di cuenta de que su nivel de oxígeno en sangre empezó a bajar muy rápido. Le avisé al médico residente que estaba en el área. ‘Miguel Ángel está desaturando’, le dije. Me dijo, ‘sí, pero ya hicimos todo lo que podíamos, quédate con él para certificar la hora de muerte’”.

La enfermera se quedó. “Fijé la vista en el monitor: 49, 48, 47, 46, estaba bajando su oxígeno en sangre muy rápido, así hasta cero”, cuenta Fabiola con las lágrimas en los ojos. 

“Le dije al residente, ‘ya se fue, doc’. Él solo dijo: ‘está muy cabrón esto’. Se dio la vuelta, se fue a sentar a un cubículo, se puso las manos en la cabeza y repitió: ‘está muy cabrón esto’”.

El otro momento que la ha marcado es el de don Arturo. Un paciente al que le retiraron el ventilador y tiene una traqueotomía. No puede hablar, pero suele comunicarse con Fabiola con señas o con mensajes escritos en una libreta.

“Es uno de los pacientes que lleva más tiempo en la terapia. Debe llevar casi dos meses. Yo platico con él. A veces me dice que tiene hambre. Le digo que lo estamos alimentando por el tubo, que por ahí le damos de comer, que el líquido es rosa porque es de fresa. Pero él me pide tacos. Le explico que no le puedo dar. Me pongo a platicarle cualquier cosa y ya se conforma”.

Un día antes de esta entrevista, don Arturo no estaba muy bien. “Ayer estaba delirando. Tenía alucinaciones. Le hablaba y no me respondía. No quiere decir eso que está empeorando, así pasa por tanto tiempo encerrado, con tanto medicamento, pero me partió verlo así. Me fui a la casa pensando que ojalá que estuviera mejor en la noche, que ojalá que para hoy esté mejor”.

“Ha sido muy fuerte todo”

Fabiola entra a su turno en el Hospital General a las 2 de la tarde y sale a las 9 de la noche. Trabaja de miércoles a domingo. Para dar atención a los pacientes debe usar el traje blanco, como de astronauta, y una vez dentro del área de aislados no puede salir, ni tomar agua, ni ir al baño.

“Al principio fue terrible. Una hora antes de salir sentía que ya no podía. El traje da mucho calor. Los googlees se te empañan. Yo a las 7:30, 8, empezaba a marearme. Ahora ya estoy más habituada”.

Es a su esposo al que le cuenta lo que vive en la terapia intensiva. “Él es médico general. Trabaja en una clínica privada. Cubre las guardias. Sí podemos compaginar bastante los horarios para convivir. A él le platico todo. Llego a casa como a las 11 de la noche, me baño, preparo de cenar y nos ponemos a platicar. Me pregunta por los pacientes. Me comparte algún artículo para que lo lea y sepa más del virus. Así nos dan hasta las 2 de la mañana”.

Pese a esa contención, su esposo le ha dicho a Fabiola que sería bueno que tomara terapia cuando todo esto pase. “Es que ha sido muy fuerte todo. Física y emocionalmente es muy fuerte. Acá al hospital llegaron a trabajar chicos recién salidos de la carrera, apenas con el servicio social y no aguantaron, a la semana se dieron de baja como seis”.

- ¿Por qué aceptar un trabajo así, con tanto riesgo, tanto desgaste y sin garantía de que te darán algo permanente?

“Bueno, mi sueño es trabajar aquí, en el Hospital General. Además, como ya dije, es un reto. He aprendido un montón. Me están pagando bien y bueno, ojalá que al final sí nos podamos quedar, que nos den el chance después de esto”.

De entre el personal, la enfermera dice que ha hecho amigos, en especial uno, Oswaldo, otro enfermero que está trabajando aquí solo durante la contingencia, con la misma incertidumbre laboral. 

Con él emprendió una tarea: recolectan las cartas que les envían familiares a los pacientes y después se graban leyéndolas, para que tengan constancia de que sí las recibieron.

“Son cartas con mucha carga de sentimientos, y a veces uno no puede evitar ponerse en la posición de quien la envía. Una vez me tocó llevar una carta de una chica que se llamaba como yo. Empecé a leer y dije, ‘mamá, soy Fabiola’, me quedé pasmada. Pensé que esa podría ser mi madre y ahí es cuando duele más, y cuando haces más empatía con el enfermo y el familiar”.