Alfonso Chávez ha perdido 10 kilos en cuatro meses por culpa de la COVID-19. Hay días más o menos tranquilos pero hay otros que acaba empapado de sudor, casi deshidratado por los trajes especiales y el ajetreo.
Él médico de 53 años es el jefe de Terapia Intensiva del Hospital General de México y ahora también coordinador de áreas críticas COVID. Diario llega a las 6 de la mañana, una hora antes de iniciar el turno, para asegurarse que todo esté en orden para la jornada del día.
Su trabajo consiste en que todas las áreas de terapia reconvertidas en el hospital cuenten con el personal, los equipos de protección y los insumos necesarios para los enfermos, incluidos los ventiladores, para atender hasta 200 pacientes.
Además, debe coordinar a su equipo: 75 personas en total, entre enfermeras y enfermeros, médicos, médicas, residentes y administrativos.
A las 3 de la tarde deja el ajetreo del Hospital General para ir a su segundo trabajo en el Hospital 20 de Noviembre del ISSSTE, otro que también es COVID. De ahí sale a las 9 de la noche. Mientras maneja a su casa escucha unos minutos las noticias del día, luego, para ir bajando la tensión, algo de jazz.
Alfonso se baña cuatro veces diario para protegerse contra el virus: la primera por la mañana al salir de casa para el trabajo; luego antes de salir del Hospital General; vuelve a la ducha al dejar el Hospital 20 de Noviembre, y al llegar a casa se da el cuarto baño del día para tratar de no llevar el virus a su familia.
Después cena algo ligero de lo que haya preparado su esposa, quien es ama de casa. Luego platica con ella y con sus dos hijos adolescentes, un joven de 14 años y una chica de 17.
Con ellos nunca habla de la gravedad de los casos que ve en el hospital, ya de por sí es difícil ser adolescente y estar encerrado, además apenas hace unas semanas falleció su perro. “Fue duro perderlo. Nos reunimos los cuatro para despedirlo. Ellos decidieron que querían incinerarlo y eso hicimos”.
“No, a ellos no les cuento mucho de las cosas que vivimos aquí con los pacientes, ¿para qué? Ellos ya tienen la carga emocional de estar también confinados y platicarles la gravedad de los casos sería preocuparlos”.
Cuando Alfonso necesita hablar de lo que vive en los hospitales, lo hace con un colega, un compadre o con su hermano que es sacerdote católico. “La mayoría de las veces él solo me escucha, y eso es lo que yo necesito. A veces uno no quiere consejos, con que lo escuchen uno descarga esos sentimientos, esa adrenalina y ya queda confortado”.
El intensivista dice que sí le da temor contagiarse o que las cosas puedan ponerse peor con el número de casos graves, pero asegura que no puede enfrascarse en el miedo.
“Sí angustia la situación, pero mi papá, que era carpintero, decía: al toro por los cuernos, y eso me enseñó desde chico: las cosas hay que tomarlas como vienen. Si me enfrasco en la angustia, no podría hacer mi trabajo, y tengo un equipo. A veces alguien de ellos en estos días me dice que ya no puede más, le digo que se tome el día. Yo acá me quedo, es lo que me toca, no puedo darles el ejemplo de que estoy flaqueando”.
En un día en el trabajo Alfonso pasa de coordinador, a jefe, profesor, médico de batalla y consejero. “He tenido médicos que han llorado. Nosotros nos encariñamos con los pacientes. Dicen que los intensivistas y urgenciólogos somos fríos y no es verdad. Ahorita, por ejemplo, no podemos permitir que el duelo nos detenga. Eso no quiere decir que no nos duela. Pero murió un paciente y tenemos nueve más en estado crítico”.
Así que –dice– “cuando veo a alguien de mi equipo llorando por un fallecimiento, le pregunto: ¿Hiciste todo lo necesario, todo lo que se podía hacer con lo que se sabe hasta hoy? Entonces, adelante. Si fueras Dios seguro le dirías levántate y anda, yo también, pero no somos Dios, somos médicos intensivistas, convivimos con la muerte a diario”.
Pelear por la magia
Alfonso Chávez no pensaba ser médico. Quería ser físico matemático y esa fue la carrera que pidió cuando terminó el bachillerato y solicitó el pase automático a la UNAM. Pero hubo un error y le asignaron medicina.
“Me dijeron que probara un año y luego ya me daban el cambio si quería. ¡Bendita equivocación! En cuanto empecé a estudiar el cuerpo humano, las células, la fisiología supe que lo mío era ser médico”.
Cuando hizo la especialidad en Medicina Interna rotó por diferentes servicios en el Hospital General, en el que lleva ya 28 años de servicio. En esa rotación conoció la terapia intensiva.
“Cuando vi la magia, porque hay magia, de que llega un paciente casi muerto y con los cuidados, los tratamientos, lo vemos irse primero a hospitalización y luego a casa, eso fue lo que me hizo tomar esta especialidad”.
La magia en estos días hay que buscarla más que nunca, peleársela al Covid segundo a segundo. El doctor Chávez dice que ha tenido casos no solo complicados, sino que lo han marcado.
“El de una niña de 17 años, la primera paciente que tuvimos por enfermedad de COVID. Su papá falleció en otro hospital. La mamá embarazada contagiada. Sus dos abuelitos paternos internados por COVID, en otros servicios pero aquí en el hospital, y la tía también con COVID. Y ella de 17 años, cómo le dice uno que falleció su papá, que su mamá está internada”.
Otra paciente, recuerda el doctor, estuvo ingresada 43 días. Ya la iban a mandar a casa. Planearon que después de la comida podría irse. No tenía antecedente de ninguna alergia. Le dieron de comer pescado, tuvo una reacción alérgica, se le cerraron los bronquios y la tuvieron que reintubar en urgencias.
“De este virus se sabe mucho ya y nada. La información surge día a día con los casos”. Antes se pensaba que la afectación era solo pulmonar, después se empezaron a observar afectaciones de otro tipo.
El intensivista dice que igual han visto pacientes con afectaciones en hígado, riñones o en el cerebro.
“No se sabe cómo va a reaccionar cada organismo. Antes decíamos: caras vemos, mañas no sabemos; ahorita podemos decir caras vemos coronavirus no sabemos”.
La reacción de las personas ante la muerte de un ser querido es otra cosa a la que se enfrentan. Hay familias que les reclaman a gritos que han matado a sus familiares.
“La otra vez un señor me dijo asesino, que yo había matado a su esposa. Le dije, ¿cuántos días estuvo su esposa aquí? Me dijo que 17 días. Le dije, ¿sabe cuánto tiempo me tomaría matar a su esposa y sin dolor? 20 segundos. No necesitaríamos 17 días de trabajo de mi equipo día y noche”.
Para paliar esos malos tragos están los familiares que les dan las gracias y les llevan comida o dulces. “Cosas muy sencillas, porque la gente que viene aquí es humilde, pero es un gesto que yo aprecio mucho”.
Cuando se le pregunta qué pensó, después de todo lo que han pasado, cuando escuchó que con el semáforo naranja en la CDMX las actividades empezarían a reanudarse, se queda callado y después dice que solo pensó en seguirle.
“Como médicos vamos a seguirle. La actividad económica tiene que regresar. No me corresponde a mí juzgar si es el momento o no. Pero la gente debe cuidarse: lavado de manos, cubrebocas, sana distancia. Como dicen las autoridades, hay una nueva normalidad y hay que asumirlo y cuidarse”.