—Mi carnal se quiso pasar de verga vendiendo cristal para la ranfla de los contras, Los Aztecas. Y pues, ya sabes: con el cártel no se juega. Un día llegaron unos morros de la mafia y nos levantaron. A mí solo me dieron una madriza, pero me obligaron a ver cómo descuartizaban a mi hermano.
Erick, 25 años, moreno, alto, delgado y con el pelo pintado de un llamativo rubio platino que contrasta con sus espesas cejas negras, hace una pausa y mira con una sonrisa inquietante a los periodistas.
—Primero, le mocharon una oreja. Luego, la otra. Luego, las manos, los brazos, las piernas… Así, hasta que lo dejaron sin extremidades. En el puro tronco.
Con los ojos negros muy abiertos, Erick relata sin señal de dolor o de expresión alguna cómo la mafia mató brutalmente a su hermano Carlos, uno de los más de 480 mil niñas, niños, adolescentes y jóvenes de hasta 29 años que Animal Político ha documentado que han sido víctimas de la violencia tan solo en los últimos seis años, bien como víctimas directas de homicidio o desaparición, o bien, como posibles responsables de delitos vinculados al crimen organizado.
En el caso de Carlos, él fue víctima y victimario, cuenta Erick sin borrar de su rostro la sonrisa desquiciada de quien lleva toda su vida consumiendo heroína, la droga a la que está “prendido” desde que su madre —de la que dice que fue “un pinche alivio” que se muriera con el hígado destrozado por la cirrosis— le daba una jeringa a los 13 años “para que no estuviera chingado”, cuando llegaban los clientes a la casa en busca de sexo. Años antes, desde los ocho, ya estaba enganchado a los carrujos de mariguana, y poco después llegó el cristal.
Ahora, el joven está en un cuarto blanco sin mayores detalles en un centro de adicciones donde trabaja a prueba para una organización civil tras mantenerse un mes en abstinencia. Su experiencia sobreviviendo en las calles de Ciudad Juárez, el municipio más violento de todo México para la juventud mexicana con 562 asesinatos tan solo en 2021, según datos del Inegi, lo hace un elemento de gran importancia para la ONG: quieren que él sea uno de los “enlaces” con otros jóvenes que viven en la calle para ofrecerles ayuda.
La primera vez que consumió heroína, se arranca de nuevo Erick, fue para soportar “las cosas aberrantes” que su madre le hizo ver.
—Era lo único que me hacía desenfocarme de la realidad.
El problema, contrapone, es que pronto la misma sustancia que lo evadía le hizo entrar en un bucle de autodestrucción: con 14 años, con su madre ya muerta y con una fuerte dependencia a la heroína, se fue a la casa de una tía, que pronto lo corrió dejándolo en la calle. Ahí comenzó a vivir en una tapia, lugares en zonas marginadas donde se drogaba rodeado de basura y ratas, hasta que un día se encontró por la ciudad a su hermano Carlos, que le comentó que su “dealer” les quería ofrecer “un jale” para La Línea de Juárez, el cártel.
La “chamba” era sencilla, explica Erick: tenían que llevar paquetes de un lado para otro de la ciudad y vender al menos siete bolsitas de heroína diarias, a 100 pesos cada una. De ahí, Carlos se quedaba con una parte de las ganancias y Erick cobraba “en especie” para asegurarse la dosis.
Ambos se habían convertido en vendedores de droga al por menor, una de las modalidades de los delitos contra la salud —comercio, suministro o posesión— por la que hasta 35 mil 654 jóvenes de entre 19 y 25 años fueron detenidos en los cuatro primeros años de gobierno de López Obrador, hasta un 85% más que en los cuatro primeros de Peña Nieto, según datos ofrecidos por 27 fiscalías estatales a solicitudes de transparencia. Aunque hay que matizar que no todos los delitos contra la salud, especialmente los de posesión simple, están relacionados con el crimen organizado.
Rápidamente, los “jales” comenzaron a acumularse, al tiempo que la exigencia del cártel también aumentó. Ahora, además de mover y vender droga, tenían que vigilar que en la “plaza” nadie de Los Aztecas o de Los Mexicles vendiera cristal, sustancia prohibida por el cártel, que solo permite la venta de “su” heroína y cocaína en la ciudad y el Valle de Juárez —“Aquí ni menciones que buscas cristal porque los morros te dan una tunda shida”, advierte Erick—. Además, tenían que eliminar a quienes no pagaran las deudas y “halconear” los movimientos de policías, soldados y posibles contras de otros cárteles, como el de Sinaloa.
Pronto, Carlos “escaló” a sicario, a “soldado del cártel”. Y Erick se convirtió en su “halcón”; en un implacable localizador de personas a las que había que “darles pa´ bajo”, además de llevar la mochila con las bolsas de heroína, junto con la pistola 9 mm con la que su hermano “se llevó a varios por delante”.
—Todo el día íbamos drogados —recuerda el joven con expresión inerte—. Necesitábamos la droga, porque con ella no sientes tristeza ni miedo. Todo te vale gorro. Matas a quien sea.
A continuación, hace una pausa. Los dedos de las manos y los músculos de su rostro se mueven y tiemblan en involuntarias contracciones. Son las 10:00 de la mañana. A esta hora ya debería haberse inyectado la primera dosis, “la cura” para evitar “la malilla” del síndrome de abstinencia.
—Para andar por el centro de la ciudad con una pistola en la mochila y dos onzas aquí —se lleva la mano al bolsillo del pantalón—, necesitas estar drogado. Y, sobre todo, necesitas la droga para que se te quite el pinche miedo cabrón a que te agarre la mafia contraria. A mí eso era lo que más me aterraba.
Sin embargo, quienes los agarraron, paradójicamente, no fueron los contras, sino los “halcones” del cártel. Aunque Erick dice que ya lo veía venir. Sabía que su hermano se “estaba pasando de verga” y que pronto llegaría la factura.
—Mi carnal traicionó gasho poniendo a gentes para que los mataran, e hizo muchas chingaderas, como vender cristal para los contras, para Los Aztecas. Y pues, la mafia de todo se da cuenta y nada perdona. Los que llegaron a descuartizar a mi hermano eran puros morros. Sicarios de 17 años, 16, 15…
Tras un paso fugaz por prisión por venta de droga al por menor, Erick ya está fuera del cártel. Pero de lo que no ha logrado “zafarse” aún es de la heroína.
—Siempre caigo una y otra vez —lamenta, para acto seguido encoger los hombros y asegurar que lo sigue intentando, aunque sin hacerse ilusiones: salir de la adicción es difícil. Y más aún recuperarse de todas las “aberraciones” de las que fue víctima, y de las que también hizo con apenas 25 años.
—No sé cómo voy a superar esto sin la heroína —balbucea ahora con la mirada clavada en la mesa—. He hecho tantas cosas malas, he caído tan bajo por la droga, que ya nada me duele. Ya no siento nada —dice el joven, cuya sonrisa quebrada se ha difuminado de su rostro.
Asesinatos de jóvenes aumentan 72%
Para acabar con historias como la de los hermanos Erick y Carlos, el gobierno del presidente López Obrador ha gastado más de 90 mil millones de pesos en becas del programa Jóvenes Construyendo el Futuro. Y para este 2023 todavía prevé una inversión de otros 23 mil millones.
Este programa, que al primer semestre de este año ha beneficiado a casi 284 mil jóvenes y a un acumulado de 2 millones 600 mil en cuatro años, consiste en la entrega de 6 mil 300 pesos mensuales a jóvenes de entre 18 y 29 años, más la posibilidad de aprender un oficio. El objetivo es que con esta beca, uno de los programas insignia de la administración lopezobradorista y el primero que lanza un gobierno mexicano destinado exclusivamente a jóvenes, “se ataque la raíz del problema” y que quienes ni estudian ni trabajan tengan acceso a un oficio, y así ya no sean reclutados como “cantera” del narco.
—Ahora ya se atienden las causas estructurales de la violencia. Gracias a los programas sociales, los jóvenes ya no son reclutados por el narco —aseguró tajante Rosa Icela Rodríguez, titular de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana, en un evento público en enero pasado.
Más recientemente, el pasado 30 de mayo, durante su habitual conferencia mañanera, el presidente López Obrador aseguró en el marco de la presentación de resultados del programa Jóvenes Construyendo el Futuro que cada vez son menos los jóvenes que se detienen por delitos.
—No hemos hecho últimamente un análisis sobre las detenciones en general y el porcentaje de jóvenes que se detienen, pero estoy seguro, es hipotético, porque tenemos que revisarlo, de que ya cada vez son menos los jóvenes que se detienen en actividades delictivas. Lo digo porque todos los días estamos recibiendo estos informes y estamos viendo que cada vez son menos jóvenes —dijo el mandatario, que agregó que las becas están ayudando “a que los delincuentes ya no se lleven a los jóvenes”.
Sin embargo, los testimonios recabados de jóvenes como Erick y de autoridades policiacas que trabajan a pie de calle, así como las cifras documentadas para esta investigación, muestran un panorama muy distinto al del discurso oficial.
Por ejemplo, los datos del Inegi revelan que en los tres primeros años del sexenio actual se contabilizaron casi 40 mil asesinatos de jóvenes, hasta un 72% más que en el primer trienio de Peña Nieto. Y, aunque es cierto que en 2021 se produjo una reducción del 7% en comparación con el año previo, esto podría explicarse porque 2019 y 2020 fueron los dos años con más asesinatos de jóvenes en la historia de México, en términos totales, con casi 27 mil muertos.
Los asesinatos de mujeres de entre 12 y 29 años también se dispararon en la primera mitad de este sexenio: 4 mil 593 casos, 65% al alza en comparación con los tres primeros años de Peña Nieto (2 mil 778), y un 17% más si se compara con los tres últimos. La mayoría, el 61% en promedio, fueron asesinadas con arma de fuego.
Por otra parte, en 2021 se registraron, según datos de la Secretaría de Salud federal, 24 mil 714 lesiones dolosas cometidas con arma de fuego y armas punzocortantes en contra de jóvenes de entre 12 y 29 años, un 41% más que en 2020 y la cifra más alta en los últimos seis años.
Suben detenciones de jóvenes; en Nuevo León, se disparan 327%
En cuanto al reclutamiento, si bien no existen datos oficiales de víctimas, Animal Político documentó por medio de solicitudes de transparencia que, a pesar de lo dicho por el presidente López Obrador, ha aumentado la participación de jóvenes en hechos delictivos de alto impacto que pudieran estar relacionados con el crimen organizado.
Entre 2019 y 2022, las detenciones de niños, adolescentes y jóvenes de hasta 18 años por homicidio, lesiones y delitos contra la salud aumentaron 16% (de 8 mil 854 con Peña se pasó a 10 mil 295, según respondieron 27 fiscalías); las detenciones de jóvenes de entre 19 y 25 aumentaron hasta un 65% (de 25 mil 430 a 41 mil 981), y las detenciones de jóvenes de entre 26 y 29 también aumentaron un 22.5%.
En total, si se analizan en conjunto los tres bloques de edad, en esta administración de López Obrador las detenciones de jóvenes (67 mil 147) aumentaron un 45%. En Nuevo León, por ejemplo, entre 2019 y 2022 las detenciones de personas de 19 a 25 años aumentaron 327%, en comparación con el periodo 2015-2018. Mientras, en Baja California, 75 adolescentes y jóvenes de hasta 18 años fueron detenidos por asesinato, un 60% al alza en comparación con el periodo 2015-2018.
En el ámbito federal, el delito de portación de armas y explosivos de uso exclusivo del Ejército es uno de los que más aumentaron en cuatro años. Según respondió por transparencia la Fiscalía General de la República (FGR), en 2019, el primer año de López Obrador, se realizaron 3 mil 420 detenciones de jóvenes que van desde menores de edad hasta los 29 años: un 7% más que en 2018, el último año de Peña Nieto, 6% más que en 2017, un 42% más que en 2016 y hasta un 159% más que en 2015.
Este medio también solicitó a la FGR los datos relativos a 2020, 2021 y 2022, pero la institución dijo que solo tenía información hasta 2019 y sugirió que se hiciera la solicitud a la Secretaría de Seguridad. Sin embargo, esta dependencia federal no detalló en su respuesta los datos por tipo de delito, ni tampoco respondió a la solicitud de una entrevista.
Sobre las vinculaciones a proceso decretadas por un juez ante la probable comisión de un delito, en los tres primeros años de López Obrador se registraron 4 mil 450 menores de edad vinculados por asesinato, delitos contra la salud y lesiones, un 61% más que en los últimos tres de Peña Nieto.
Mientras que, en lo referente a sentencias, entre 2019 y 2021, hasta mil 584 menores de edad fueron condenados por narcomenudeo, un 200% más que en el último trienio priista.
Como resultado, la población de jóvenes de entre 18 y 29 años que está presa por homicidio, lesiones dolosas, extorsión y delitos contra la salud, ha aumentado 63% en comparación con el último trienio de Peña Nieto: de 7 mil 400 jóvenes presos por estos delitos, se pasó a 12 mil 047, aunque ninguna autoridad detalló cuántos de esos jóvenes tenían una condena firme o estaban en prisión preventiva.
“Las drogas alcanzaron a nuestros niños”
Héctor Hernández, policía de la Secretaría de Seguridad Municipal de Ciudad Juárez, camina por la ladera de tierra que está pegada al Río Bravo y que marca la línea divisoria entre México y los rascacielos de El Paso, en Estados Unidos.
Cuando se le pregunta por casos como el de Erick y Carlos, el agente, de rostro afable pero de voz contundente, encoge los hombros.
—Desgraciadamente, las drogas alcanzaron a nuestros niños —dice—. En las escuelas ya vemos a chavos de 12 o 13 años consumiendo cristal o vendiéndolo.
—Por eso —reanuda la caminata por debajo del Puente Internacional Paso del Norte—, los niños y los jóvenes son grupos muy vulnerables. Porque son chavos que, muchos, viven contextos de pobreza. Y por eso, el narco los encandila muy fácil con dinero rápido, y los reclutan para andar distribuyendo, para transportar armas o hasta para el sicariato.
Y, claro, plantea con una sonrisa leve, hay otros factores, como el de la “romantización” de “la narcocultura” que los jóvenes ven en series, películas y narcocorridos de moda, donde se les presenta una “imagen equivocada de narcotraficantes con dinero, carros, mujeres y respeto”. Y por si fuera poco, también está el tema de que hay niños y jóvenes que tienen “al narco en casa”.
—Los hijos son el espejo de nosotros en la calle y en las escuelas, y si ellos ven que su padre, su madre, su tío o el primo se dedica a vender droga, o a estar en un cártel, pues a ellos también se les hace muy fácil querer lo mismo.
Perla Hernández, también policía de Juárez, interviene para apuntar que, de hecho, “la gran batalla” que están enfrentando en la ciudad es llegar a los jóvenes antes que el narco. Aunque a veces, admite, no siempre es posible.
—Nuestro trabajo consiste en acercarnos a ellos, decirles que no están solos. Pero los grupos delictivos vienen por otro lado y les ofrecen una troca, un celular y dinero, porque saben que son jóvenes que en su casa no siempre tienen la atención de sus padres, ni tampoco recursos suficientes, y los reclutan fácil.
Todo lo anterior, señalan los agentes, se traduce en que, en concordancia con lo que revela esta investigación, se han disparado, por un lado, las víctimas de asesinato, lesiones y desaparición de jóvenes, y por el otro, la utilización de los mismos por parte de la delincuencia organizada. Esto, a pesar de la estrategia de militarizar el país, que continúa vigente desde 2007, y a pesar del reparto millonario de becas.
El agente Héctor Hernández resume el círculo vicioso víctima-victimario en el que se hallan inmersos miles de jóvenes en el país.
—Cuando llegamos a una escena del crimen, lo que vemos, por un lado, es que las víctimas suelen ser jóvenes, mientras que, por otro lado, los agresores son también jóvenes de 15, 16 o 17 años, según nos dicen los testimonios.
El comandante Alfredo y el agente Javier no se llaman así, pero son agentes de investigación federales y no tienen permiso para hablar en entrevista. A los dos se les cuestionó si, en su experiencia, la entrega de becas está ayudando a quitarle los jóvenes al narco, como aseguran las autoridades.
—No, para nada —responde tajante Alfredo, agente con 28 años de servicio en inteligencia, antisecuestro y combate al narcotráfico, que ahora brinda seguridad a madres buscadoras de fosas—. Esas becas pueden ser una ayuda para muchos jóvenes. Pero por supuesto que 3 mil pesos a la quincena, o 6 mil al mes, no sirven para que los chavos ya no quieran entrar al narco.
—No es cierto eso, hombre —suelta una risotada el agente Javier, que también da seguridad a familiares de desaparecidos—. Aunque, ojo —contrapone—, muchos entran al crimen organizado porque tampoco tienen de otra. Hay pueblitos donde el narco llega y arrasa, y luego les dicen a los jóvenes: “O le entras o te chigamos a ti y a tu familia”.
—Eso pasa mucho en el norte —tercia de nuevo el comandante Alfredo—. Se llevan a los chamacos dizque a “trabajar”. De hecho, hemos encontrado muchas escuelas de sicarios, donde los entrenaban y luego se los llevaban a la “guerra”. Y nada de eso ha cambiado. Con becas o sin becas, este es el cuento de nunca acabar.
Marina Flores es integrante de Reinserta, organización que elaboró un estudio sobre reclutamiento de niños y jóvenes por el crimen organizado, y directora de la unidad Reinserta Lab. En entrevista, subraya que tanto en los casos de reclutamiento forzado como en el voluntario, en todos debe considerarse a los jóvenes como víctimas de un Estado que no les brinda a ellos ni a sus familias recursos ni oportunidades suficientes, ni tampoco seguridad, justicia ni paz.
—En cada joven reclutado hay una historia de carencias y de negligencias que los convierte en víctimas —insiste—. Son jóvenes que, en su mayoría, tienen un nivel socioeconómico bajo, y que fueron maltratados durante años, o víctimas de abandono, o incluso víctimas de abuso psicológico o sexual. Por eso, creo que como sociedad lo que debemos preguntarnos es qué está haciendo mal sistemáticamente el Estado mexicano para que un joven cometa estos delitos.
Posdata: Cuando la pandilla es la única salida
La patrulla de policía, una pick up blanca sin logos y con los cristales polarizados, avanza rugiendo por las calles de Chihuahua capital.
“Pónganse truchas porque yo no soy de los que aviso/
Menos si al culero se trata de darle piso…”.
Las letras de Packo1, rapero de la colonia Petrolera, salen del estéreo con la misma violencia con la que el sargento, un tipo joven, fórnido, moreno de ojos negros y con la cabeza rapada, maneja por entre los recovecos de un barrio de paredes repletas con los nombres de las pandillas que se disputan el territorio.
Son las 6:00 de la tarde y el sol comienza su descenso lento por la ciudad. Pero el comandante, otro agente joven, corpulento y de voz y rostro intimidante que va en el asiento del copiloto, no se quita los lentes oscuros.
“Que se destierren, que hasta su barrio me les meto/
ningún pendejo va a poner en duda mi respeto…”.
Al fin, la troca se detiene.
—Entra tú primero —ordena seco el comandante, que acaricia su fusil de asalto.
El sargento apaga el estéreo, desciende del vehículo y se dirige hacia el fondo de una calle cerrada donde hay una casa que tiene las ventanas tapiadas con maderas y clavos. En apariencia, parece abandonada. Pero el sargento, tras acomodarse el pesado chaleco antibalas, golpea con violencia varias veces una estrecha puerta metálica y un tipo la abre segundos más tarde.
El tipo detrás de la puerta es ‘el Gato’, un joven de no más de 25 años que tiene unos penetrantes y llamativos ojos verdes esmeralda. Su piel es blanca, tiene el pelo castaño, es delgado y de estatura media. De no ser por la expresión extraviada de su mirada, la voz pastosa casi ininteligible, el pelo sucio, las profundas ojeras violáceas y la constante temblorina, podría considerarse un tipo guapo.
‘El Gato’ choca con desgana el puño que le ofrece el sargento y este, tras acceder varios minutos a la casa, sale y se dirige de nuevo a la pick up.
—Pueden entrar. Nada más no digan nombres ni ubicación de la casa.
La casa, comprueban los periodistas nada más cruzar la puerta metálica, es una vecindad con un patio muy grande y habitaciones oscuras por todas partes. Se trata de una casa de seguridad que los pandilleros de Los Mexicles, una de las bandas criminales más violentas del norte de México y brazo armado del Cártel de Sinaloa en Juárez y Chihuahua capital, utilizan como picadero.
‘El Gato’ se introduce de nuevo en una de las habitaciones seguido por los periodistas y el sargento. El interior es una pestilente sala de unos pocos metros cuadrados que rezuma un denso olor rancio a orines, sudor y mierda.
En el centro de la habitación hay un colchón con las entrañas de espuma a la vista y unas almohadas amarillentas. Y a su alrededor se extiende una maraña inclasificable de desperdicios: electrodomésticos oxidados, televisiones de los años 90, ruedas de bicicleta, teléfonos, cucharas, cubetas, autopartes, ropa hecha jirones, agujas y jeringas. Muchas agujas y jeringas.
‘El Gato’ toma asiento en el colchón junto a otro pandillero de 29 años que pide que se le llame Allan. Ahí sentados, y como si ninguno se percatara de la presencia de periodistas, Allan saca de una cacerola metálica con agua hirviendo una aguja que acomoda en la jeringa, mientras ‘el Gato’ comienza a darse golpecitos secos en su brazo derecho ya destrozado de tantos piquetes.
Con cuidado, casi con cariño, Allan comienza a introducir muy despacio la aguja por las maltrechas venas de su carnal, que al sentir la sustancia corriendo por su torrente sanguíneo mira con gesto de placer orgásmico hacia la nada.
—Salgamos —dice Allan a continuación, apuntando hacia la puerta.
El joven, que dice que no se picará hasta que caiga la noche por completo, toma asiento en otro de los muchos sofás mugrientos que hay en el patio. A continuación, pide con voz rugosa que solo se le graben las manos con las que sostiene un cigarrillo y por cuyas muñecas asoman una pulserita roja de San Judas y los trazos descoloridos de un viejo tatuaje con letras góticas.
Allan tiene las manos grandes. Toscas. Sucias. Grasientas. Y con los nudillos muy pronunciados.
Las manos, contará él mismo a continuación, de quien ha acuchillado a sangre fría; de quien ha disparado y ha quitado un número indefinido de vidas.
Son las manos de un sicario.
—Entré a la ranfla con 19 —comienza a narrar con un ritmo de plática lento, pausado—. Entré porque me gustó mucho, porque nuestro jale se trata de imponer respeto en las calles.
Allan se lleva el cigarrillo a la comisura de los labios y le da una profunda calada.
—¿Cómo ha sido tu evolución? ¿Cómo empezaste? —le cuestiona el periodista.
—Primero te ponen a prueba como dos o tres meses —responde exhalando una larga bocanada de humo—. Porque también te dicen cuáles son las consecuencias de entrar a la pandilla, lo que vas a tener que hacer para pertenecer, ¿sabes? —pregunta retórico y hace una pausa—. Porque este no es un jale que ahorita hago y mañana ya no quiero. O sea, o somos, o no somos.
—¿Y qué tuviste que hacer para pasar esa prueba? —se le inquiere de nuevo.
El joven se mueve incómodo en el sillón y observa consumirse el cigarro.
—Mi jale era checar dónde estaban los puntos (de venta de droga) de Los Aztecas, que son nuestros rivales, y de otros vendedores de droga, para luego caerles y darles en la madre. Y, pues simón —encoge los hombros—, también tuve que hacer misiones. Le tuve que poner unos fierrazos a unos aztecas.
—¿Fierrazos?
—Sí, les di pa’ bajo a cuchillazos.
La respuesta, dicha con la naturalidad de quien habla de un monótono trabajo, no lo inmuta.
—Entraste muy joven a la pandilla, con 19 años —le comenta el periodista—. ¿Ahora también es así? ¿También entran tan jóvenes a Los Mexicles?
—Simón —responde presto—. Ahora ya hay morros que se enranflan desde los 15 años o hasta antes.
—¿Pero por qué tan chavos?
—Pos hay muchos que entran por querer tener un respaldo. Porque no tienen familia o no tienen a nadie que mire por ellos. Y también otros se tienen que enranflar a huevo, a la fuerza, porque ya saben muchas cosas de nosotros, y no podemos permitir que anden de hocicones por ahí.
—¿Y para qué utilizan a los más jóvenes? —vuelve a preguntar el periodista.
—Hay algunos a los que les encargan hacer los jales más sucios y pesados.
—¿Los utilizan como sicarios?
Allan chupa de nuevo el cigarro y con los ojos entornados asiente con la cabeza.
—El problema —contrapone— es que como muchos son morrillos, pues no saben las consecuencias, aunque desde un principio se les explica que aquí hay dulces, pero también un chingo de amargas.
—¿Y si quieren salir de la pandilla, qué pasa?
—No, aquí no hay vuelta atrás —niega con la cabeza—. Una vez que te subes, ya no te puedes bajar. Las únicas salidas son la muerte o agarrar el camino de Dios.
—¿Y tú nunca has querido salirte?
Allan sonríe triste. El cigarro ya es solo una boquilla de algodón amarillenta.
—No pienso mucho en eso. Me gustaría restablecer mi vida, sí; volver a ser la persona que era y no depender de la droga, ni de nadie, ni de seguir órdenes como un soldado. Aún tengo fe en que Dios hará de mí la persona que fui.
—Pero eso suena a que sí te gustaría dejar la pandilla, ¿no crees? —insiste el periodista, a lo que el joven, tal vez temeroso de haber dicho una imprudencia delante de los policías, niega inmediatamente con la cabeza.
—No carnal, para nada —dice con los ojos negros fijos en los del periodista—. Yo realmente estoy enamorado de lo que soy, de lo que represento. Porque Los Mexicles somos únicos y auténticos. Somos pura Revolución Mexicana y estoy enamorado de mi ranfla. La pandilla y los homies son lo único que me queda.