Sicarios. Encapushados. Trocas. Cuernos de shivo. Mariguana. Sembradíos.
En diez minutos de plática, de la boca de Jennifer –que sólo tiene 13 años recién cumplidos- salen disparadas todas estas palabras con las que describe su vida cotidiana en Creel, un turístico ‘pueblo mágico’ enclavado en el corazón de la Sierra Tarahumara, en Chihuahua, que en agosto de 2008 fue noticia cuando grupos del crimen organizado entraron a un reunión y masacraron a 12 jóvenes y un bebé de año y medio, advirtiendo al país entero de otras masacres que vendrían.
Sentada sobre un sofá viejo, Jennifer observa con los ojos oscuros y rasgados a su madre Marta, una comerciante de 40 años que regenta un pequeño negocio.
“Yo ya no le cuento nada a mi mamá —comienza a narrar con una sonrisa pícara, como si estuviera a punto de confesar que toma refresco a escondidas—, pero en mi escuela veo pasar a los narcos todos los días”.Jennifer mira la expresión severa de su madre, que guarda silencio.
"Los sicarios pasan por la escuela, a la descarada. Van en las trocas con los cuernos de shivo, encapushados, y hasta nos dicen adiós —Jennifer pronuncia la ché como shé, como es común en Chihuahua—. Incluso, me ha tocado de ver que los policías están en la puerta y ellos también los saludan”.
—¿Por qué van los sicarios a tu escuela? —pregunta el periodista.
—Mmmmm... pues van a buscar a los shavalos para llevárselos —responde sin la más mínima expresión de extrañeza asomando por su cara. —Me imagino que los sicarios los han de querer para que ellos les vendan la mariguana.
—¿Aquí es donde se cultiva la mariguana?
Jennifer asiente con la cabeza quedamente, pero rápido rectifica.
—No, aquí no. Donde hay mariguana es en Cusárare —aclara, haciendo referencia a una localidad a 25 kilómetros de Creel, famosa por su cascada de aguas cristalinas. Me han dicho que ahí es donde hay más sembradíos de mariguana.
—¡¿Y quién te ha dicho eso?! —Marta interviene en la plática, sobresaltada y con los ojos negros muy abiertos escrutando los de su hija.
La niña sonríe de nuevo.
Encoge los hombros.
Y como si fuera lo más obvio del mundo, contesta:
—Me lo han dicho mis amigos de la escuela.
Luis tiene 52 años. No es maestro, pero trabaja en un centro educativo ubicado en algún punto de los 152 kilómetros que se extienden desde Creel hasta Guachochi. Sobre el testimonio de Jennifer acerca de los sicarios, opina:
“Mire, sí ha estado mucho muy feo por aquí —murmura hierático, con ambas manos toscas estrujando el volante del coche que maneja por las calles de Creel—. Y por lo mismo de los enfrentamientos, se les ha ido terminando la gente. Por eso ahora andan viendo en las escuelas a los niños de 13 o 14 años, para ver si ya pueden trabajar para ellos”.
A continuación, carraspea de nuevo y añade:
“Lo de los chavos en las escuelas sí es una situación grave, pero también en muchas ocasiones es algo voluntario —puntualiza—. No los raptan. Los sicarios primero checan a los niños y luego hablan con los papás, que son gente indígena, y les ofrecen el trabajo y el apoyo. Y estas personas, como tienen muchas carencias, lo aceptan como algo normal”.
Luis levanta el pie del acelerador. El día previo a esta entrevista, la noticia de una camioneta haciendo rondines por el centro de Creel con hombres armados, vestidos con uniforme militar, chaleco antibalas, y capuchas cubriendo sus rostros, corrió de boca en boca cuando estaba por anochecer. Y ahora, con los primeros rayos del sol, una troca de color blanca, cristales polarizados se coloca delante del coche.
“Ahorita es la época de la recogida de la siembra (de enervantes) y por eso hay mucho desmadre, porque hay dos grupos peleando por la plaza”, explica Luis, quien asegura que ese grupo de encapuchados que anduvo haciendo rondines por el pueblo son “los shapos”; sicarios al servicio de Joaquín ‘El Chapo’ Guzmán, líder del Cártel de Sinaloa. Mientras que en la Tarahumara baja, “ahí por San Juanito y Guarichi”, los que operan son los rivales de La Línea, célula delictiva del Cártel de Juárez.
Luis espera a que la camioneta acelere y se vaya de la vista, entonces comenta que en el pueblo “ya se ve como algo normal” la convivencia con estos grupos armados y asegura que aceptan con normalidad que sean los pistoleros de Sinaloa los que velen por la seguridad de las comunidades y no la policía estatal, de la que asegura tener más miedo que a los criminales.
“Los shapos respetan a la gente —apunta convencido—. Por eso, cuando van a ser los enfrentamientos andan con las trocas diciéndonos que nos vayamos para nuestras casas porque es peligroso estar en la calle”.
Don Tomás sí tiene miedo, y aunque en el pueblo haya quienes aseguren, como Luis, que se sienten protegidos por los sicarios de Sinaloa, él denuncia que "esta situación descarada” de convoyes tomando las calles de Creel le indigna y le preocupa.
“Esta es la dura realidad que vivimos aquí. Estos cuates del crimen organizado ya son parte del paisaje de Creel y de la Sierra, y es algo que sí vivimos con temor y que nos preocupa. Nos preguntamos si las autoridades irán a tomar alguna medida, pero parece que la respuesta es no”, lamenta.
Para evitar “tragedias”, Luis cuenta que los integrantes del Cártel de Sinaloa dictaron una serie de normas que se transmiten de boca a boca entre la ciudadanía.
Por ejemplo, los sicarios piden a los maestros que lleven en el cristal del carro una calcomanía de su sindicato, para que rápido los identifiquen como docentes. “No viajar de noche, sobre todo a San Juanito”, localidad vecina ubicada a 30 kilómetros de Creel, donde el cártel rival monta retenes al ocaso de la tarde y donde el pasado mes de septiembre un grupo de delincuentes asaltó a un contingente de 80 turistas integrado por alemanes y canadienses, según reportó la prensa local. Tampoco ir a las numerosas comunidades que salpican la zona de Guachochi, “que es donde más caliente está ahora todo el tema”.
“Ellos tienen una norma: no andar en la carretera ni muy temprano, ni tampoco muy tarde. Mientras no les afectes a su negocio y a su trabajo, no hay problema”, recalca Luis, quien asegura estar acostumbrado a encontrarlos en el camino, quien afirma no vivir con miedo, aunque sí con precaución. Por eso sigue sus reglas y a partir de las seis de la tarde, se encierra en casa y apaga su vida.
Con un ritmo de plática lento y melodioso, y una sonrisa resignada, doña Sara cuenta que los comerciantes de Creel, muchas veces no tienen otro remedio que decirle a los turistas, sobre todo a esos alemanes y canadienses que se ven pasear ajenos con sus mochilas por el centro del pueblo, que “todo está en orden”.
“Aquí los comentarios sobre inseguridad se minimizan. Y si un turista pregunta cómo está la situación, no se le cuenta toda la verdad. Se le responde: ‘está todo muy tranquilo, oiga’ —dice la señora con un marcado deje norteño—. Es decir, los comentarios son siempre positivos, para no generar temor al turista”.
Sin embargo, Sara admite que muchos comerciantes enfrentan un dilema, entre denunciar y proteger la seguridad cotidiana de su familia, o no hacerlo y proteger los ingresos de su negocio, que vive de los turistas.
“Los comerciantes están ante esa doble cuestión: por un lado, si se habla de lo que pasa se afecta al turismo. Y por otro, si no se denuncia, de alguna manera se contribuye con los malos gobiernos, que son los que dicen que aquí todo está bien, cuando en realidad no es cierto”, plantea la mujer.
Sara recomienda a los paseantes no exponerse al riesgo, pero tratar de vencer el miedo.
“No podemos permitir que ese miedo al narco nos paralice y nos impida recorrer y disfrutar de esta hermosa tierra”, concluye Sara cuya vista se pierde en un inmenso cerro alfombrado que nace de las entrañas de la fértil Sierra Tarahumara.