A las puertas del museo de sitio de la zona arqueológica de Tzitzuntzan, dos jóvenes de 19 y 20 años, vestidos con camisa azul y pantalón y botas negras, entretienen el tiempo con la música y los juegos de sus teléfonos celulares. La calma los aburre. Son los vigilantes de las Yácatas, el centro ceremonial purépecha que este sábado de octubre ha visto pasar, si acaso, a 30 visitantes.
“La gente ya no viene como antes”, dice Édgar, uno de los vigilantes. Originario de Pátzcuaro, desde hace un año es empleado de una empresa de seguridad privada que le paga un salario mínimo por sus turnos de 24 por 24, en esta zona arqueológica que desde 2009 resta números en sus visitas.
Es el efecto silencioso y prolongado de la violencia en Michoacán, que afectó la actividad turística y cultural de sus comunidades y lastimó todavía más su economía.
Esta tarde de sábado en Tzintzuntzan —pueblo mágico de la meseta purépecha de Michoacán y antigua capital del imperio tarasco—, hay una calma silenciosa. Sus calles y su plaza están vacías, y entre los puestos de artesanos rondan los perros de nadie. Parece que aquí no pasa nada. “En lo general, así es”, dice el padre Pedro López Vargas, quien llegó a esta comunidad hace cuatro años.
Sin embargo, hay historias privadas permeadas por el entorno de violencia. Elvia tiene un hijo de 30 años en una cárcel federal de Veracruz, acusado de posesión y tráfico de droga. A Felipe intentaron extorsionarlo. Un sobrino de Alicia perdió su camioneta en un asalto a mano armada en carretera. El taxista Nicolás sabe de compañeros a quienes les robaron y quemaron su auto, y un grupo armado sorprendió un día al seminarista Óscar, cuando conducía hacia a una misión.
Todos relatan sus historias, aunque desconfían de quien pregunta. Responden con monosílabos. Cortan sus frases. Alargan sus silencios mientras siguen sus rutinas. “¿Seguro que no va a pasar nada?”, pregunta Elvia mientras despeja de su cara las lágrimas por el hijo preso y despacha un kilo de tortillas en el negocio familia.
Nadie pronuncia aquí las palabras violencia o narcotráfico. Se las guardan en la garganta para conjurarlas y ahuyentarlas de este municipio de 13 mil 500 habitantes repartidos en 36 localidades, que subsisten del campo, la pesca en el lago de Pátzcuaro, el comercio local, las remesas de sus migrantes y la venta de artesanías de madera, barro, hoja de palma y cantera.
Ninguna de sus actividades alcanza para superar el grado de alta marginación en que vive la mayoría de la gente, de acuerdo con el INEGI. Mucho menos desde que perdieron la visita de turistas nacionales y extranjeros, por temor a la violencia en el estado.
En todo Michoacán el promedio de ocupación hotelera hace ocho años (2007), fue de 42.14%. En 2011 la cifra bajó casi cuatro puntos porcentuales al colocarse en 38.48%, y tres años después apenas ha experimentado una tímida recuperación de medio punto porcentual, al llegar a 38.9% de acuerdo con la Secretaría de Turismo federal.
Esos números reflejan lo que pasa en Tzintzuntzan. Aquí “nos ha afectado mucho”, dice Felipe, dueño de una tienda en la que también ofrece fotos de estudio, postales y ropa. Originario de Jalisco, vive en Tzintzuntzan desde hace dos décadas. Cada año su familia venía a visitarlo, “pero dejaron de hacerlo cuando todo esto comenzó”.
Todo esto es el incremento de la violencia que, desde 2008, llegó a Michoacán por enfrentamientos entre grupos del crimen, fuerzas federales y autodefensas, bloqueo de carreteras, quema de vehículos, secuestros, extorsiones y asesinatos.
Aunque la mayoría de esos hechos se concentra en 20 municipios de la región de Tierra Caliente que colinda con Guerrero –donde la seguridad está a cargo de fuerzas federales–, la percepción de inseguridad se extiende por el resto de los 130 municipios de la entidad.
“Aquí la gente dejó de salir después de las 8 de la noche”, dice Felipe. Él mismo, después de una llamada de extorsión que recibió hace más de un año, miraba hacia todos lados al caminar, volvía la cabeza, desconfiaba de cualquier auto estacionado cerca de su casa.
Todavía hoy prefiere omitir detalles. Pero sabe que esa sensación de miedo precavido es compartida. “Prefiero no contar más. No vaya a ser la de malas...”, dice. Apenas sonríe con una mueca y vuelve a su televisor.
Tzintzuntzan es cabecera municipal donde viven 3 mil 500 personas que dependen, en su mayoría, de la venta de sus artesanía. “Casi 80% vive de eso”, afirma el padre Pedro López Vargas.
Desde 2012 es uno de los ocho pueblos mágicos de Michoacán, por su riqueza cultural y natural, sus manifestaciones histórico-simbólicas, y sus suficientes servicios de salud y seguridad para los visitantes, como dictan las reglas de operación federales del Programa Pueblos Mágicos.
Además del convento de Santa Ana, del siglo XVI, el pueblo aloja la zona arqueológica más importante de la entidad, en las faldas del cerro del Yuruhuato. Es un conjunto ceremonial que sobrevive de la antigua capital del imperio purépecha y la llaman las Yácatas, por el tipo de basamentos de su arquitectura.
Por esa zona pasaron 56 mil 476 visitantes en 2007, según registros del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH). Para 2011 el número había caído casi la mitad (casi 29 mil) y sólo a partir de 2013 comenzó la recuperación con 33 mil 862 visitas. Hasta ahora, sin embargo, las Yácatas no logra su nivel de hace siete años.
Lo mismo sucedió en otras zonas arqueológicas en regiones afectadas por la violencia y la inseguridad, como Tamaulipas, Guerrero, Morelos, Veracruz, Zacatecas y Durango.
En este último estado, como consecuencia del narcotráfico, un equipo de investigadores del INAH tuvo que abandonar una región de la Sierra Madre Occidental, incrustada en el Triángulo Dorado que comparten Durango, Chihuahua y Sinaloa.
El arqueólogo José Luis Punzo formaba parte de un equipo que durante los años noventa, y luego a partir de 2007, investigó el rastro de las culturas prehispánicas asentadas en el norte del país, en aquella zona donde nadie había trabajado desde los años 40, dice.
“Llegué por primera vez al área del alto río San Lorenzo en 1994, con un proyecto de la UNAM que tenía como propósito estudiar el contexto arqueológico, a partir del estudio de cosas poco conocidas y muy importantes, como casas adentro de cuevas”.
En una zona aislada, de rancherías y horas de traslado por brechas, había que tomar precauciones, dice, como hablar con la gente y las autoridades para que supieran por qué estaban allí, durante esas dos temporadas al año que se extendían entre 30 y 60 días. “La gente nos acogió muy bien y nos permitió trabajar, aun cuando ya había problemas asociados al narcotráfico”.
Durante esa primera etapa de la investigación, Punzo nunca se sintió en riesgo. “Podíamos caminar mucho en la sierra, en espacios muy amplios, para hacer la investigación”. Pero al volver a la sierra con el INAH, en 2007, todo cambió. “Teníamos que trabajar en lugares muy concretos del municipio de Pueblo Nuevo, y en acuerdo con la gente”.
La situación de seguridad en aquella región empeoró “de manera muy drástica” entre 2010 y 2011, con los enfrentamientos cada vez más intensos entre grupos, que también dividieron a las comunidades.
“Nuestra seguridad se debilitó y en 2011 cancelamos el proyecto y nos retiramos”, relata Punzo. Desde entonces, ha habido visitas esporádicas del INAH para vigilar el estado de los bienes, pero la investigación no pudo continuar.
Ahora Punzo trabaja en el centro INAH de Michoacán y a partir de este año trasladó sus tareas de investigación al municipio de Huetamo, en la cuenca del río Balsas, hacia la zona de Tierra Caliente.
Allí, como antes en Durango, ha debido seguir los protocolos de seguridad internos del INAH. Entre ellos, dice, “siempre estar identificados, trasladarnos en vehículos oficiales, dar a aviso a las autoridades siempre que nos movemos”.
Por la inseguridad en esa región del estado, Punzo y su equipo enfrentan la misma situación que en Durango. “Es difícil llevar a cabo recorridos de amplio espectro y nos hemos tenido que concentrar en sitios puntuales de centros arqueológicos”.
A pesar de las alertas, hasta ahora el INAH no tiene reportado algún hecho de violencia que obligara la presentación de una denuncia ante las autoridades, afirma Antonio Huitrón, director de Operaciones del INAH.
Los comerciantes de Tzintzuntzan extrañan los días de diciembre, julio y agosto, cuando las vacaciones llevaban hasta el pueblo decenas de camiones de turistas. “Eran filas de autobuses estacionados en toda la carretera hacia las Yácatas”, recuerda Rosa Cuiriz, artesana y comerciantes desde hace 35 años.
Hoy, en cambio, Rosa mata las horas frente al televisor que guarda en su pequeño local de artesanías. Como ella, el resto de los comerciantes se desespera por la caída en sus ventas, que apenas remonta durante las celebraciones del Día de Muertos, cuando los turistas todavía llegan al pueblo, atraídos por el escenario de velas y el cempasúchil que se extienden por la zona arqueológica y el panteón.
Pero aun en Día de Muertos, el turismo en Tzintzuntzan se precipitó durante los años de la violencia, y las estadísticas de visita a las Yácatas lo demuestran. De noviembre de 2008 a noviembre de 2011, el número de visitantes cayó de 4 mil 968 a 2 mil 703. Se recuperó en 2012 con 4 mil visitantes y volvió a caer en 2013 y 2014, cuando las cifras bajaron a 3 mil 183 y 3 mil 767.
Rosa Cuiriz confía en que este año sus ventas aumentarán “ahora que las cosas ya están mejor”, dice. “Por fortuna, la imagen que se tenía de Michoacán, como un lugar inseguro, ya está cambiando”, concuerda el padre Pedro López.
Sin embargo todavía hay miedo y desconfianza. La gente sabe que por allí andan “los malos”, que un candidato a su alcaldía resultó expolicía secuestrador y que el mando único policiaco aquí no funcionó. Sólo el Ejército despierta su confianza, porque “sí se aplacaron (los delincuentes) desde que estuvieron aquí un tiempo”, dice Felipe, el comerciantes de avenida de la Yátas, la calle principal del pueblo recién remozada con recursos del Programa Pueblos Mágicos.
Todavía hoy, los habitantes de Tzintzuntzan miran pasar con desgana los convoyes de militares y las patrullas federales que recorren la zona. Son patrullajes preventivos, explica un policía municipal, porque en Tzintzuntzan nunca ha habido muertos ni balaceras. Ni siquiera secuestros. Incluso el hijo de Elvia, un carpintero de 30 años encarcelado desde hace un mes y medio en Veracruz, fue detenido en Quiroga y no en su pueblo. “Lo agarraron en una vinatería y le sembraron 16 grapas de cocaína y mariguana”, asegura la madre.
Aquí “sólo a veces robaban taxis para después quemarlos”, relata Nicolás, mientras recorre los 17 kilómetros de distancia hacia Pátzcuaro.
A este pueblo le bastan para su seguridad 22 policías municipales —cuatro de ellos mujeres— que trabajan turnos de 48 por 48, que nunca han participado en un enfrentamiento y sólo a veces tienen que atender casos de robo en las casas solitarias de los migrantes que viven en Estados Unidos.
“Tenemos instrucciones de confrontarlos (a los delincuentes) y de inmediato pedir ayuda”, dice un policía municipal que se reserva su nombre. “Pero ahora ya nos están entrenando mejor. Estamos en capacitación y la verdad sí nos sirve, pero estaría bien que nos pagaran mejor”.
Más que la violencia, al Padre Pedro López le preocupación la situación económica de la gente y problemas el alto consumo de alcohol, la violencia doméstica y la falta de expectativas para los jóvenes que prefieren migrar.
Las hermanas Rosa y Filomena Cira son el ejemplo invisible de los saldos no sangrientos de la violencia. Ellas tuvieron que dejar la alfarería por la falta de venta. Hace mucho que en su casa está apagado el horno donde cuecen platos, ollas y tarros. Hoy, su supervivencia depende de la venta de tamales y pozole que venden los domingos en la plaza del pueblo, donde han tenido que permanecer desde la madrugada hasta las 11 o 12 de la noche, porque no terminan su venta.
Ahora tejen campanas navideñas con hojas de palma, con su vecina Consuelo Mota. Para ellas, la violencia trajo más horas de trabajo y menos dinero.